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sábado, 12 de abril de 2008

Ver cine


Hablar es ganar espacio, hacerse de un espacio en el mundo, hacia delante o hacia atrás, no importa cuando se trata de hacerle un lugar a una idea. No importa tampoco si dice “yo” la palabra que habla, importa que lo que se diga sea dicho, si bajo la palabra se esconde alguien o no –tal vez debajo de lo que se dice hay un “nosotros” disfrazado de “yo”–, qué más da. Así, cuando digo “yo” puedo estar diciendo en realidad otra cosa. Seguramente estoy diciendo otra cosa. Al manifestarse, cada palabra dice lo que necesita decir y si incluye un “yo” es por mera cortesía. Y, como sea, no está incluido de forma que el yo exterior pueda reconocerse a sí mismo. Más bien, puede preguntarse si la obra se reconoce en uno, en aquel que la ha acometido. Ahí están los casos de las obras que han tratado sumamente mal a sus creadores. Al escribir, las palabras toman una lógica propia, una dirección que pretende excluir al pensamiento que la formula. Yo (¡y espero que haya quedado bien claro quién es el que habla!) tengo muchas maneras de evadir el tiempo, la más eficaz de ellas es constituirme en palabra escrita, así el tiempo se vuelve estático, y el pasado inmediato es sólo unos-párrafos-más-arriba. Quizás por esa angustia que no me permite asomarme sin vértigo a los bordes del instante, veo cine. Es que no es un arte como cualquiera, no se tiene mucha injerencia en su desarrollo, no transcurre según el tiempo que uno le asigna, como sucede con un libro; el cine pasa sobre uno. El sol pasa sobre la tierra. O da igual qué es lo que pasa. Lo importante es que la tierra tiene la sólida impresión de que no se mueve cuando arriba, en el cielo transcurren los objetos contingentes. El cine transcurre sobre uno, parece que la conciencia es su objeto, la superficie que recorre. Qué lástima que uno sólo sea apariencia pues el cine es la prueba de que existe la vida y el espíritu intenta tocarla para comprobar su existencia y ya se ha alejado y ocultado. Si tan sólo se pudiera alcanzar, tocarla a través de la pantalla, pero esta membrana no deja pasar nada, o un poco, es cierto, deja pasar un poco de vida, pero desafortunadamente sólo de este lado hacia el otro, la vida del otro lado no termina, se recicla y completa en sí. Es bueno, hasta agradable, que no sea muy notorio este proceso en el que el espíritu se desgasta. La tierra ve el sol, ni nota el transcurrir por mirar lo que transcurre. La causa ha empujado y empujado hasta que hace brotar la consecuencia. O al menos, eso dicen, no obstante que la causa no estaba ahí antes de mí, que soy el consecuente, aun cuando yo no quisiera ocupar esta butaca, preferiría sentarme en el sitio de la causa, en fin, ocupo el lugar de la consecuencia aun cuando piense que yo soy la causa y que mi mente es la que abre el telón para proyectar su cinta sobre la pantalla de la realidad. El hábito de ver cine se convierte muy pronto, me parece, en la proyección de la conciencia sobre la pantalla, es necesario realizar esta inversión para poder evitar que el pensamiento termine por desenrollarse como una cinta gastada, tan propensa a incendiarse como el celuloide.

Hubo un tiempo en el que el “yo” emitía la creación, en el que el arte era una “expresión”. ¡Cuánta seguridad! existía en este hecho que convertía la secreción del espíritu en un objeto digno de admiración. Pero en algún momento en el que la barrera de la conciencia tambaleó –seguramente porque el “yo” en el que se apoyaba era igualmente inestable– el “yo” aprovechó el momento para salir huyendo. En su fuga, el “yo” se convirtió en el emitido, en la sustancia sobre la cual las manos pudieron amasar a su gusto las mejores personalidades. Al autoamasar el espíritu, pocos se dieron cuenta de que estaban dando forma a un objeto exterior. Cuando la personalidad se convirtió en un objeto con personalidad propia, tan dueño de sí mismo que Wilde lanzó sus mejores aforismos en el afán de disimularlo, el objeto artístico hecho de “yo” sufrió una serie de sucesivas transmutaciones. El espejo deformante en que se convirtió el arte hizo que los más entusiastas se vaciaran de sí mismos, pues sin duda hubo una necesidad de olvidarse de sí que invadió el deseo del artista. ¡Si alguien ha comenzado a creer lo anterior ya es momento de que deje de hacerlo! Debería empezar yo mismo, ya que he sido el primero en dejar todo mi contenido propio abandonado a su suerte, lleno de olvido de mí. Pero es que soy una nada a la que le gustó ser humano, que intenta vaciarse para convencerse de que hubo algo en su interior. Desafortunadamente no tengo ojos para ver en mi interior. Y de nuevo, estoy viendo fuera, en mi butaca. ¡Qué elegante teoría! la del “punto de vista”. No es lo mismo ver el mundo desde cada uno de sus sitios. Esta certeza desemboca en los distintos precios de los palcos, cuando uno solicita su sitio ante la amable mujer de la taquilla. Hay mejores sitios y mejores circunstancias, hay mejores yoes y circunstancias. Todo está correctamente tabulado. Y lo único cierto es que todo aquel que se encuentra en la misma sala de proyección ha pagado su derecho a presenciar la película. Esto, evidentemente, está muy bien apreciado por el poseedor del mejor punto de vista, aquel que ni siquiera está presente en la sala porque está gastándose nuestro dinero en tanto que la concurrencia discute la supuesta “intransferencia” de la experiencia.

Al ver una película es necesario preguntarse ante todo ¿en dónde está el poder? Cada vez con mayor frecuencia –sobre todo en las cintas sobre “infiltrados”– los hechos se agitan como en una coctelera para que nadie dentro de la sala de proyección sepa en dónde quedó el bien y en dónde el mal. El “bueno” de la película puede ser en realidad el “malo”. Es tan emocionante ver cómo el “malo” hace acciones “buenas” hasta que rasga su disfraz y muestra su ser. Es que el mal se disfraza de bien y viceversa, como en una comedia de enredos. ¿Con qué objeto? Definitivamente, no lo hacen para que nadie confunda sus valores; tampoco es lícito que se cuestione la esencia del bien (el cual es representado por “el estado” de forma abstracta). Todo tiene como fin que el “poder” sea impune o se muestre cínicamente, porque puede actuar mal pero sólo en apariencia, porque tal vez el mal tenga una apariencia inocente. Para que nadie entre en conflicto, se pretende llegar a una nueva convención moral: los valores no se definen por su causa (intención) ni por su consecuencia (acción) sino por el sujeto que lo actúa. Nadie puede entrar a la sala de proyección sin tener en claro perfectamente que el sujeto –independientemente de su actuación– condenable no será redimido jamás. El sujeto “terrorista” debe ser aniquilado aun cuando no actúe, a esto se le ha llamado “guerra preventiva” ya que la prevención, acompañe al sustantivo que acompañe, es la mejor campaña posible para preservar la tranquilidad. Es nuestra modesta manera de decir que el “terrorismo de Estado” es un invento proveniente de la mala fe de los auténticos terroristas.

La realidad, al ser transplantada al cine, se evidencia palpablemente como “mecanismo”, aquel que hace que el enfrentamiento de voluntades se dé en un terreno ajeno a lo fortuito. Todo está planeado, hasta el mínimo movimiento de la hoja, por el guionista. Sin duda, se trata de una creación más perfecta que la Creación porque Dios aun no inventaba la división del trabajo. Por eso es lícito transitar hacia el determinismo, porque el hombre pone en práctica una esencia. ¡El productor de la cinta no pone tanto dinero para que el protagonista ponga en práctica su libre albedrío! Así es que dejemos de lado esa teoría tan manoseada por el existencialismo: el personaje tiene que transitar su camino, encontrar su destino, pues sólo así encontrará su grandeza. Al recorrer cualquier película, de principio a fin, en partes, al repetir cada escena, lo que se ve como la puesta en escena de un fatalismo, poco a poco empieza a evidenciar rupturas: entre una escena y otra, o al margen de las escenas principales, cada película evidencia una vida subcutánea, independiente de la que le otorgaron sus múltiples creadores. Hay una serie de “espacios” por los que la conciencia exterior puede escurrirse –y se escurre.

Entonces, puede creerse que hay lugar para la interpretación, siempre y cuando la conciencia pueda extraer algo, o por lo menos hacerse de la ilusión de que uno puede extraer una utilidad de la creación ajena. Como si la experiencia pudiera extraer experiencia de la experiencia previa. No hay nada tan divertido como ver una experiencia guiando a otra experiencia. Ambas caen en un pozo –se lo tienen bien ganado pues deberían saber que es imposible extraer experiencia de cualquier sitio. –¡Pero aquel que se ve allá tiene una gran experiencia! –Deseemos que pronto se dé cuenta de que un yugo lo ha tenido desde siempre dando vueltas en redondo.

("Acequias" 43, revista de la Universidad Iberoamericana Laguna, Coahuila)