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domingo, 11 de octubre de 2015

Músicas del Caribe, de Isabelle Leymarie


 
Este mar espolvoreado de islas es tan complejo como parece. Se puede naufragar en su historia tanto como en su literatura y su música. Así que la autora intenta, hasta donde es posible, poner un orden para más o menos comprender la variedad de una región en donde han querido implantar su cultura los países de Europa y de Asia. Pero inconstante como las olas fue también el paso de algunos países, pues hubo islas que un tiempo fueron habitadas por españoles y luego arrebatadas por los franceses o bien por los daneses o incluso los suecos. Y el rudo trabajo del cultivo ni siquiera se lo reservaron los colonizadores, sino que trajeron para ello a los negros de África. Así que cada isla tiene una cultura propia, la que resulta de combinar la cultura nativa con los distintos pueblos africanos, sometidos a su vez por los europeos. A veces, los nativos fueron exterminados, y en mayor o menor grado, tuvieron presencia en la mezcla de las culturas africanas con las europeas. Aunque la autora subraya lo inexacto de utilizar la palabra “identidad” para esta zona de alta migración, se puede decir que hay cuatro grandes regiones: la hispana (en donde se incluye la costa atlántica de América Central, excepto El Salvador en donde los negros fueron excluidos por la constitución), la francófona (con la Guayana), la anglófona (con Belice y la Guyana), y la neerlandesa (con Surinam). Los negros no volvieron a sus países de origen, pero iban conservando los ritmos de los antepasados, que simbolizaban la vida y la muerte. Según la función de la música, se usaba cierto tipo de tambor, y los nombres de los tambores se traspasaban a los bailes. Ese significado secreto sólo conocido por los labriegos o campesinos era observado desde lejos, pero con gran curiosidad por los europeos. Y con mayor suspicacia, por la Iglesia. Los primeros grandes musicólogos fueron los sacerdotes pues debían de conocer para discernir qué bailes era mejor prohibirlos y cuáles no. En varias regiones se permitieron ciertos bailes los domingos luego de misa, siempre y cuando no fueran licenciosos. La iglesia católica permitía mejor la danza que el canto. A diferencia de la protestante, que privilegió el canto en sus servicios religiosos. Todo se hizo laico con el tiempo, los ritmos europeos y los africanos se fueron tocando poco a poco, primero con la punta de los dedos, y luego en libre contoneo. Decía que la brevedad es la enemiga de este pequeño breviario. Algo nos dice, cuando la escuchamos, que es música del Caribe, aunque no sepamos definir su esencia con exactitud. Cada pequeña subtrama de esta historia tiene una moraleja propia. ¿Cuál será la que exprese lo que ocurre en esa región? Tal vez, que conocemos la mínima parte, y que sólo un puñado de géneros han inundado el mundo, secando las oportunidades de un enorme mar musical.

Isabelle Leymarie. Músicas del Caribe / Musiques caraïbes, tr. de Pablo García Miranda. Madrid, Akal, 1998.

martes, 6 de octubre de 2015

Prosa, de Enrique González Martínez



El reinado de Enrique González Martínez en nuestra poesía va de 1911 a 1916. Es decir, los años que van de la muerte de la Revista Moderna de México a la aparición de La sangre devota, el primer libro de Ramón López Velarde. Para los lectores de entonces, el futuro de la poesía era un enigma. Por ejemplo, Julio Torri se preguntaba quién sería el poeta de mañana, ya que el de ayer había sido Manuel José Othón, así como González Martínez era el poeta del día. Fue célebre porque, en un soneto, se decidió a matar al cisne, símbolo de la poesía parnasiana. Aunque mataba dos pájaros de un tiro: también el ave negra del Decadentismo. Así que este autor le dio continuidad a la poesía en un momento de indecisión. En vez del poema como un artefacto que ayudaba a leer el mundo como un gran símbolo, planteó una poética que usaba el símbolo, pero lo hacía para explicar la vida íntima, la autocontemplación. Para ello tuvo que leer la poesía de su tiempo, ser una especie de pararrayos. Al leer a Rubén Darío vio que había dos poetas: uno bueno y otro malo. El malo era aquel que llenaba la expresión de adornos inútiles. Y el bueno, el que usaba la poesía como medio de conocimiento del mundo. Nos preguntamos con frecuencia qué grado de conciencia poética tenía González Martínez. Puesto que a nosotros la tradición se nos presenta con más orden, pero también con menos complejidad gracias a la cantidad de autores que nos ha aplanado el camino, deberíamos de tener una respuesta pronta. Pero lo cierto es que casi nadie ha sabido plantearla. El simbolismo de González Martínez fue aprendido de la moderna poesía francesa, la que también se alejó del ocultismo y se acercó al ensimismamiento. Había en esa poesía en francés (que incluía a los autores belgas) un apego a las cosas, a las pequeñas propiedades y a los paisajes nativos, que no fue compartido por González Martínez. No escuchó ese canto de las cosas, de los armarios, de ese modesto vaso de agua que se toma al mediodía. Como quiera, tampoco fue un poeta de manifiestos, así que lo que encontraremos aquí es el mensaje incompleto de una actitud poética. Es más fácil seguir ese pensamiento en la totalidad de su poesía y no tanto en su crítica literaria o en sus prólogos. Pero ya sea pensamiento u obra poética, lo que me importa es preguntarme por su obra y por la poca suerte que ha tenido. No todo puede ser culpa de los editores o los críticos, sino también de la poca curiosidad de los lectores. Su ideal nos aparece desvencijado. Sus versos, poco audaces. Sus ideas literarias, incomprensibles. Él todo, como un lejano señor con el que es un poco aburrido dialogar. No opinaban lo mismo jóvenes como Xavier Villaurrutia o José Gorostiza, encantados por su voz. La escucharon por un tiempo, hasta que tomaron otro camino. Me temo que los lectores tenemos la mala costumbre de leer, de los ríos de la poesía, sólo el afluente que conduce directamente a nosotros.

Enrique González Martínez. Obras. Prosa, II. Novelas, cuentos y crónica. Crítica literaria. Discursos y conferencias. Prólogos, ed. comp. y notas de Armando Cámara Rosado. México, El Colegio Nacional, 2002.