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domingo, 28 de enero de 2018

La función social de la Historia, de Enrique Florescano

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Por que Marco Antonio Sánchez Flores, estudiante
de la Prepa 8, sea devuelto a sus familiares

La Historia es mala maestra, pues tiene ejemplos para todo y todas las conclusiones se pueden sacar de su estudio. Pero eso no justifica que seamos malos alumnos. Aun cuando nos ha tocado vivir en los tiempos en que la academia ha vuelto este género de la narrativa una categoría del informe burocrático. A veces añoro los tiempos de estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando las conferencias de los profesores comenzaban: “El presente texto tiene como finalidad…”, porque entonces el espíritu comenzaba un provechoso viaje por todos los asuntos posibles, intentando escapar de las salas de actos. En nuestro eterno cuaderno de aprendizajes preliminares quedaban, no obstante, algunas cuantas enseñanzas esbozadas. Puede ser que la Historia sea lo contrario a la vida, aquella disciplina que presenta los hechos disecados y examinados como algo consumado y definitivo. Pero no es así, pues si así fuera no cambiarían de un texto a otro, no habría nuevas narraciones. Y el hecho es que hemos tenido visiones confrontadas desde siempre. La Historia que poseían los pueblos mexicanos, la cual luchó contra la visión liberal de la nación moderna. Ése es un ejemplo mencionado en este libro. Pero hoy existe la tendencia a relativizar ciertas luchas históricas, centrándolas en ciertos personajes y desvirtuando su biografía personal. Y eso se decanta, trasmina y cambia eso que se llama “la memoria histórica”, la que aflora en la sobremesa, en las conversaciones casuales, mientras se busca un tema más o menos afín con alguien más. Siempre algo cambia, algo distinto se opina de la patria, de los héroes, del Porfiriato. Sin sentirlo, o a veces sintiéndolo excesivamente, todo ese panorama inmóvil se mueve, sin embargo. Lo fatal ya no lo es tanto. Ayer apenas, leía en un ensayo de Montaigne sobre la gloria, cómo es que todo pasa, cómo es que de los millones de soldados caídos en la antigüedad, apenas nos quedan una decena de nombres, y que si todo hay que hacerlo se debe de hacer sin pensar en la trascendencia. Está bien; pero por alguna razón, existe una continua insatisfacción con esa idea, por la cual la gente busca un puente con ese mundo desaparecido, del cual quedan pocos nombres. La Historia es actual; no sólo eso, vende, reúne, se la invita generalmente a los programas de televisión, sale como primer crédito en las series, da tranquilidad al inicio de las películas cuando se avisa: “basada en hechos reales”. Consumimos ese espejismo. En este libro leo que eso tampoco es nuevo: de las obras históricas de Voltaire se vendieron 1 600 000 ejemplares entre 1814 y 1824. Finalmente, escribir Historia es interrogar al mundo, agregar algo nuevo a una respuesta siempre preliminar. Y este libro es una larga y entretenida conversación sobre una pasión, de ahí que siempre sea un gran momento encontrarse con Enrique Florescano, sea en su versión real o en la escrita.

Enrique Florescano. La función social de la Historia (2012), 1ª reimp. México, FCE, 2013. (Col. Breviarios del FCE, 576)

domingo, 14 de enero de 2018

Periodismo, de Alfonso Reyes

A lo largo de su vida, Alfonso Reyes practicó el periodismo, aunque un periodismo muy alejado del actual. Pienso que casi cualquier editor rechazaría textos como los que aparecen en estas páginas. Al mismo tiempo, Reyes rechazaría los diarios actuales, y los cerraría casi de inmediato. Sin ánimo de calificar nada, debe decirse que la tradición que él continuaba está casi muerta hoy: un periodismo literario, una conversación inteligente con el lector. Claro, había entonces más tiempo para colaborar en un juego semejante. Prosa elaborada, con una tarde para las especulaciones no políticas. Y si son políticas, vertidas en amplias columnas tabloides. Aquellos textos que llamamos “el periodismo” de Alfonso Reyes es una proyección cartesiana de un deseo editorial, de avenidas de textos rodeando una plaza pública. Y para nosotros: un modelo. Un hombre informado que camina por la calle, enaltecedor espectáculo. Naturalmente, el mundo no era entonces (1929) una tragedia. Los lectores no abrían las hojas de un diario para enterarse si no han muerto. Ni se recorrían las secciones de noticias internacionales para presenciar un Apocalipsis cotidiano. Pero hablemos de estilo. Yo, al escribir, releo y borro, rectifico, y la frase resultante aún duda, pero continúa: se le une la siguiente, y trata de desarrollar algo. El periodismo no tiene tiempo de eso, se piensa en el momento en que se escribe pues de otro modo pasa la oportunidad de decir. Lo que Alfonso Reyes escribió se puede calificar de “periodismo” porque se publicó en periódicos, porque lo apremió el tiempo. Pero su entraña no necesariamente tiene contenidos periodísticos. Lo que significa que el corte que disecciona su obra es necesariamente arbitrario. Escribió sobre periodismo, sobre lo que se debe de entender por este género, pero también de su historia, pues dejó páginas sobre la historia de los diarios europeos. Fue optimista en un tiempo en que no era pecado serlo. Todavía era tiempo para las buenas intenciones. Es el caso de su entrevista al hispanista judío Abraham S. Yahuda (1917), al respecto de la esperanza de que el pueblo judío poblara Palestina. En esa proyección del futuro se miran cabañas, un pueblo trabajador, escuelas, zonas de recreo. Se pensaba que este pueblo sería un buen vecino, y no el engendrador de un gobierno sangriento capaz de crímenes atroces. Es extraño llamar a Reyes “periodista”; depende por completo del antologador. Quizá es que estos zapatos le quedan demasiado pequeños, o bien: son tan grandes que entran demasiadas cosas (¡prácticamente toda su obra!). Importa también si sus textos son actuales. Y él, tan afecto a estas diversiones de la reflexión, nos diría: “¿Y qué cosa no es actual?” Ah, quizá sí, es cierto: se abre un periódico de cualquier año, y la actualidad es algo que pone la inteligencia del lector.

Alfonso Reyes. Periodismo, prólogo de Federico Reyes Heroles. México, FCE-Cátedra Alfonso Reyes-f,l,m., 2012 (Col. Capilla Alfonsina, 9)

lunes, 8 de enero de 2018

Sismos

¿Mi poética? Una ciudad en ruinas, grietas en las vidas ajenas. Bueno, también en la propia. Pero por alguna razón, me sostengo. Buscar la belleza no en lo que está por marchitarse, como los antiguos modernistas, sino en aquello que se puede reconstruir desde los vestigios. Una ciudad que me recibió devastada, pues antes de 1985 no tengo recuerdos de ella. La que vi entonces, recuerdo, tenía fisuras y era vieja, un caracol dejado en la playa por sus antiguos habitantes. La vez que mi abuela me llevó a la XEW y vi al locutor Pepe Ruiz Vélez y a la cantante Lupita Corazón, la ciudad era otra. Qué lástima, no era nueva como en las fotos, como en el cine. Un sismo estaba entre ella y yo. Escombros en el suelo, cuerpos enterrados, esperanzas puestas a secar. El libro que dejó ese mundo: Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. ¿Que fue escrito antes? No importa, no se puede leer sin pensar en la destrucción, en los sentimientos dejados por ahí, debajo de los escombros. A ver qué queda, se puede pensar, pepenar entre vidas ajenas, puede salir una carta de amor, un zombie, una mirada perdida. Perdida para siempre, luz sin destino. Bien, por alguna razón todo se desploma. Todo se reconstruye y se intenta volver a vivir. ¿Para qué continuar, con qué fin? ¿Esa pregunta pretendes responder, curiosamente con el material del último derrumbe? Modela un hombre, sopla para darle vida, y a ver a dónde llegas, a dónde que no te alcance un sismo de unos cuántos grados. Quizá a construir una voz que hable mientras el mundo no se cimbre lo suficiente. Voz que es una argamasa, voz construida con fragmentos. Si la escuchas bien, verás que tiene grietas en sí misma, y lucha continuamente para parecer que es una sola. En cierto momento, llegué a sentir que escribía siguiendo una voz, la cual me dictaba de manera constante. Un ritmo que seguía fascinado, el cual creaba sin saber. Y luego, algo cambió. Una tensión de voces que pelean por hablar, se muerden entre sí, se asfixian, todas quieren salir al mismo tiempo. Y yo, mientras tanto, he perdido esa voz. Y buscándola me he extraviado. Ya me ha ocurrido antes, así que no hay angustia, y aunque no hay angostura, es difícil seguir adelante. Todo esto se ha construido sobre un yo hasta dejarlo lejos, sepultado por influencias literarias, lecturas, retazos, restos de un derrumbe. Y ahora, algo se ha movido, lejos, allá abajo. He de ser yo. Pero entre yo y yo hay una distancia grande, una fisura nos recorre. En fin, inútil buscarme, no me alcanzaré. Y lo que se construye está listo para ser derrumbado. Si en mí hay un cambio, es lógico que acá, lejos, yo lo sienta, como una repercusión, finalmente no puedo moverme de mí y entonces cerca estaré del epicentro. Pero decía que un sismo abrió la ciudad y me la entregó como una fruta sin cáscara para que la probara. Así entré a la ciudad, pisando levemente, para que nada se moviera. Imaginando azoteas, perspectivas, posibilidades de catástrofes, alternativas para salir corriendo. Todavía aquí, a unas calles, hay un edificio derrumbado, legado del otro temblor, del viejo temblor. El reciente me asaltó en la calle. De pronto, los Los árboles comenzaron a bailar alegremente, los edificios parecían barcos en alta mar, en un balanceo armonioso, alumbrados por el sol, el ritmo telúrico era vivo e indiferente. Y abajo, las hormigas corrimos aterradas, indiferentes a la belleza del mundo. Sacamos rápidamente conclusiones sociológicas, derivamos aprendizajes útiles, probamos del fenómeno. Vagamos sin rumbo, es cierto, por una ciudad desconocida. Sentimos el vaivén de las olas terrestres. Se recordó a Esopo, al parto de los montes, y los medios acudieron a ver qué saldría ahora. Pequeñita, apareció la fraternidad humana. Bueno, no tan pequeñita, pero sí de vida breve. Si ese primer impulso fraterno logra sobrevivir, tiene la opción de despojarse de esa inclinación a los aspectos sentimentales, y darle sitio al compromiso. La mariposa que así resulte no revoloteará frente a la pantalla de televisión, deslumbrada por los detalles de la última tragedia. Pues el compromiso es abstracto, un punto de llegada a una idea hecha para un bien más colocado más allá de las individualidades. Y yo que creí que nada optimista iba a salir de un derrumbe. Recuerdo las palabras del escritor francés Michel Le Bris, escritas luego del terremoto de Haití, en enero de 2010: “Dany Laferrière (escritor haitiano galardonado el pasado 4 de noviembre en París con el prestigioso premio Medicis por su novela El enigma del regreso) vuelve con nosotros por la tarde. Se nota trastornado. La gente reconoció a Dany, se le acercaron, le apretaron la mano agradeciéndole por su libro premiado que, según decían, les honraba. Dany se sentía en una situación embarazosa: en estas circunstancias… un libro… Pero la gente insistía. Le repetía que por el contrario, más que nunca necesitaba libros, porque los libros dicen que en lo más hondo del ser humano existe algo más fuerte que la desgracia.” El periodista puertorriqueño Huáscar Robles Carrasquillo, que visitó Puerto Príncipe durante el terremoto de Haití de 2010, escribió en Puertos Príncipes. Temblemos todos (Cifra Editorial, 2017) la experiencia de la desorientación: la sociedad derrumbada y caminando en pasos hacia no se sabe qué parte. Puerto Príncipe destruido al inicio de una tragedia de un solo acto. Derrumbado en segundos. Al regresar a la isla, en 2014, descubre que la cultura es un cemento que reconstruye. Quizá sea más duradero este cemento inmaterial. De hecho, sobrevive al derrumbe de las sociedades.